Durante décadas, los municipios mexicanos han escuchado reiteradamente que son el “primer nivel de gobierno”, la “célula básica de la República” y el “gobierno más cercano a la gente”. Aunque esto es cierto en teoría, la realidad es que dicho discurso no se refleja en sus presupuestos. Tener responsabilidades es una cosa, pero contar con los recursos para cumplirlas es muy distinto.
En la actualidad, la mayoría de los municipios del país enfrenta una realidad muy incómoda: tienen autonomía política, pero viven financieramente asfixiados. No es una exageración. Según datos del Centro de Estudios de las Finanzas Públicas, en 2023 los municipios recibieron apenas el 4.6 por ciento del gasto público nacional. Esto ocurre mientras deben encargarse de servicios como agua, alumbrado, seguridad, basura, parques y calles. Y la carga no ha disminuido, sino que se ha ido acumulando.
La paradoja es evidente. Los municipios tienen que hacer más con menos. En estados como Aguascalientes, donde el crecimiento urbano avanza rápidamente, este desfase se nota con claridad. Ahí están ejemplos como Jesús María, donde la población ha aumentado más del 25 por ciento en la última década, pero el presupuesto no ha crecido al mismo ritmo. En 2024, la recaudación local representó apenas el 10 por ciento de sus ingresos. El resto proviene de aportaciones federales y estatales, muchas veces etiquetadas y con poco margen de maniobra.
Los municipios dependen de las transferencias del gobierno federal a través del Ramo 28 (participaciones) y el Ramo 33 (aportaciones). Sin embargo, estos fondos no siempre llegan a tiempo, muchas veces no son suficientes y con frecuencia están sujetos a restricciones. Así, los alcaldes terminan gestionando la escasez, sin poder planificar a largo plazo ni invertir en obras que mejoren significativamente la calidad de vida de sus comunidades.
Este problema es estructural. El sistema fiscal mexicano está diseñado de manera profundamente centralista. El 90% de los recursos públicos se concentran en la Federación y solo una pequeña fracción llega a los estados y municipios. Además, la capacidad de recaudación local es baja. Por ejemplo, el impuesto predial aporta menos del 0.3% del PIB, mientras que en países como Colombia o Brasil alcanza hasta el 2.5%.
No solo importa cuánto reciben, sino también qué pueden hacer con lo que tienen. Esto se vuelve crítico cuando los retos crecen: urbanización acelerada, nuevas demandas sociales, crisis climáticas, inseguridad y migración. Todos estos problemas deben ser enfrentados por los municipios, aunque no cuenten con el presupuesto ni la estructura adecuada para hacerlo.
En municipios como Pabellón de Arteaga o San Francisco de los Romo, la falta de recursos propios limita su capacidad de inversión en áreas esenciales como agua, drenaje, movilidad o desarrollo económico. Siguen dependiendo de reglas federales que no consideran su crecimiento ni sus particularidades. Así, la desigualdad entre municipios se agranda.
¿Qué se puede hacer? Primero, es fundamental dejar de percibir a los municipios como el nivel inferior del sistema político. Para que la democracia funcione, es necesario fortalecer el ámbito local. Esto implica reformar el pacto fiscal para que los municipios tengan una mayor capacidad recaudatoria, revisar el impuesto predial y mejorar la distribución de los recursos con criterios más justos, transparentes y vinculados al desempeño.
Segundo, es imprescindible una política efectiva de fortalecimiento municipal. Se requiere más capacitación, profesionalización y mejor planificación. Existen municipios que ni siquiera cuentan con sistemas digitales de cobro o catastros actualizados. ¿Cómo pueden mejorar si no tienen las herramientas básicas para gestionar adecuadamente sus recursos?
En tercer lugar, es necesario que los municipios se piensen en términos regionales. No todos pueden realizar todas las tareas por sí mismos. Los esquemas de cooperación intermunicipal, como los consejos metropolitanos, pueden ser esenciales para compartir recursos, proyectos y capacidades, así como para negociar de manera más efectiva frente a los gobiernos estatales y federales.
En Aguascalientes, por ejemplo, se puede construir una agenda legislativa local que promueva la auténtica autonomía de los municipios. No solo se trata de reformas legales, sino también presupuestales y administrativas. ¿Por qué no establecer incentivos para municipios que mejoren su recaudación, que planifiquen con un enfoque de resultados o que apuesten por la innovación pública?
La clave radica en comprender que, sin municipios fortalecidos, no es posible lograr una transformación. Las grandes políticas nacionales fracasan si no tienen la capacidad de implementarse de manera efectiva a nivel local. Además, la ciudadanía evalúa a su gobierno basado en lo que ocurre en su entorno inmediato, y no en las conferencias matutinas.
Por lo tanto, necesitamos municipios con más autonomía, pero también con más fortaleza. Esto no es únicamente técnico, sino un asunto de justicia democrática.
Porque una república se construye desde la base. Mientras los municipios sigan operando como simples oficinas delegadas del gobierno federal, el federalismo mexicano continuará siendo más un discurso que una realidad.