Sábados de Rocanrol | Cuentos de la colonia surrealista por: Alfonso Díaz de la Cruz

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Cuentos de la colonia surrealista Sábados de Rocanrol

Como cada sábado, Martín toma su guitarra, ésa que le regalaron sus padres por su cumpleaños número 18, pues veían en él talento, y camina hasta la parada del autobús que lo llevará desde la periferia de la ciudad hasta el centro de la misma, donde se reunirá con Joel y el Rodri, cada cual cargando un instrumento diferente, que ya lo estarán esperando con una coca de vidrio a la mitad y la compartirán con él mientras caminan hacia la churrería de la calle siete, donde se instalarán y tocarán durante un par de horas, en inglés y en español, canciones representativas del rocanrol clásico de los cincuentas y principios de los sesentas, amenizando el momento a los comensales y a los transeúntes que pasen por ahí.

Y lo lograrán. A decir de doña Agripina, la dueña del local, “aquellos muchachitos” hacen magia, pues hacen que sus comensales se conviertan en otros puesto que en todos ellos se dibuja una amplia sonrisa mientras tararean o cantan las canciones que ellos interpretan, o se mueven al ritmo de las mismas. Hay quien incluso se levanta a bailar, y los que no, desde los más grandes como ella, hasta los más pequeños, mueven sus pies y sus cabezas al ritmo que marca la música.

-Tienen chispa – dice doña Agripina -, sobre todo el chico que canta, el de la guitarra. Ése es el que más magia tiene y la contagia a todos en el local.

Y eso también es cierto. Cuando uno ve a Martín tocar, entiende por qué el pequeño local se llena todos los sábados en la noche. No solamente es bueno; además, tiene carisma. Lo disfruta, y por ello bromea con el público, cambia las letras de las melodías y les imprime su sello. Uno entiende que sus padres le hayan regalado como cumpleaños aquella guitarra. No haberlo hecho habría sido privarlo de un don que pocos tienen. Se entrega a las notas y a su público como si hubiese nacido para ello. Y su público lo agradece y sonríe. Y él contempla extasiado esas sonrisas, como si su única misión al tocar, más que recibir el aplauso, la fama o la paga, lo único que buscara al tocar fuese la sonrisa de los escuchas para, al momento, grabarlas en su mente…

Sin embargo, una vez terminadas las dos horas de interpretaciones, tras la canción extra de rigor que el público termina pidiendo, la timidez y la urgencia se apoderan de Martín y, a diferencia de Joel y del Rodri, que se quedan unos minutos a departir con doña Agripina y con los comensales, él marcha raudo a su casa donde, pese a la hora, toma sus caballetes, sus óleos y sus pinceles que tiene guardados, y antes de que se borren de su memorias, retrata en los lienzos de la manera más fiel posible las sonrisas de su público para el cuál había minutos antes.

Se pasa horas en ello y poco le importa. Para eso toca, para eso había aprendido a hacerlo y para eso sábado con sábado aguanta dos horas de la tortura que significa para él estar interpretando melodías de hace más de cincuenta años. Lo cierto es que no le gusta en lo absoluto ni el rocanrol ni ser músico, pero no puede negar que sus padres, doña Agripina, Joel, el Rodri y los comensales tienen razón: Es bueno. Es tremendamente bueno y con ello genera sonrisas. Las mismas sonrisas que termina pintando al óleo en la comodidad de su cuarto.

Y es que eso, pintar, es en realidad su gran pasión y por lo tanto, lo demás, absolutamente todo lo demás que hace por poder conseguir aquellas sonrisas, como amenizar la churrería de doña Agripina en los ya famosos “Sábados de Rocanrol”, vale la pena.

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