La Columna J Razón y destino
“Abrazar al destino, sin importar cuál sea, es un determinismo afable para la condena del ser humano”.
Estimado lector de LJA.MX, con el gusto de saludarle como cada semana y, del mismo modo, reiterarle mi agradecimiento por su tiempo y atención para dar lectura a esta columna. Esta semana abordo el logos, es decir, la concepción que tenían los estoicos sobre la razón, dentro de los parámetros lógicos que establecieron previamente los griegos e independientemente de las metaestructuras emergidas del lenguaje y los números como esquemas de asimilación de la realidad por parte de los humanos. Los estoicos tenían un modo ecléctico de concebir el universo: el logos cósmico.
En la cosmovisión estoica, el universo no es un caos, sino un todo ordenado, regido por una razón universal: el logos. Esta razón divina, inmanente y activa da forma y sentido a la totalidad de lo que existe. No es un dios personal, sino la inteligencia cósmica que ordena la materia, la sustancia racional que permea todo lo que es. Esta particular concepción no habla de una deidad bajo el cliché teísta; aborda de una manera general todo aquello que rodea al ser humano y de lo que el ser humano también es parte. Particularmente considero que este modo ontológico de concepción va estrechamente ligado con lo que los estoicos llaman amor fati, es decir, no tienen ilusiones ni esperanzas inocuas; la atención está centrada en el presente y en la aceptación total.
Asimismo, no permite tener el margen ni la irresponsabilidad de culpar a una fuerza suprema por las cosas que pasan y por cómo pasan. Algo muy palpable en la modernidad: la sociedad, en general, extiende una queja constante y palpitante sobre un sinfín de cosas que están fuera de su control.
“Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto siempre nuevos y crecientes cuanto más frecuentemente y con mayor constancia se reflexiona sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí. No es necesario buscarlas y simplemente suponerlas envueltas en oscuridades o en lo trascendente; las veo delante de mí y las enlazo directamente con la conciencia de mi existencia”.
Emmanuel Kant
Para los estoicos, vivir de acuerdo con el logos es el fin último del ser humano. Esta alineación entre la voluntad individual y la razón cósmica es lo que permite alcanzar la ataraxia (imperturbabilidad) y la eudaimonía (vida buena o virtuosa). Suena verdaderamente utópico, inalcanzable. Es decir, ¿cómo se podría alcanzar la imperturbabilidad en un mundo tan desigual como en el que vivimos? ¿Cómo podríamos encontrar la virtud con los índices de violencia, corrupción, negligencia médica, maltrato animal? Considero que las preguntas planteadas están diseñadas de un modo incorrecto, y es que justamente la razón estoica dice que no debemos ofuscarnos por aquello que no se puede cambiar o no depende de nosotros de manera directa. No significa ser ajenos, sino ser precisos. Si algo tiene solución, entonces actuar, con la determinación con la que actuó Marco Aurelio; y, evidentemente, antes de actuar, acudir a la sabiduría y a la templanza, para poder distinguir aquello que sí se puede de lo que no.
“La razón humana tiene el singular destino de estar acosada por preguntas que no puede rechazar, porque le son impuestas por la naturaleza misma de la razón, pero a las que tampoco puede responder, porque superan toda capacidad del uso empírico de la razón”: Emmanuel Kant.
La tesitura estoica, en este contexto, no es más que la disposición interna del alma que busca vibrar en la misma frecuencia del cosmos. Implica aceptar el orden del universo sin rebelión, con una actitud activa de virtud, autodominio y sabiduría. Significa entender que el dolor, la pérdida o la muerte no son males en sí mismos. Es parte del camino, es parte de concebir el ecosistema tal y como es en su materialismo. Es la consecuencia del todo y de la nada, la epifanía de la risa satírica que envuelve a la locura y destraba los grandes postulados retóricos de la ideología diáfana; lo traduce en eventos inscritos en el gran concierto del logos.
“He cometido el peor pecado que uno puede cometer. No he sido feliz. Que los glaciares me castiguen, que me olviden los tigres y las metafísicas. Yo quise ser valiente. Yo quise ser justo. No me dejaron. He sido todas las cosas y todas me han decepcionado. Una vez fui joven y me aburrí. Después fui sabio y me dormí. Al final descubrí que todos los laberintos conducen al espejo, y el espejo -como todos saben- es apenas una trampa para el ego”.
Así, el sabio estoico no se queja del destino, sino que lo abraza, reconociendo que todo tiene su causa, y que incluso aquello que parece adverso forma parte de un plan racional que trasciende la comprensión individual.
In silentio mei verba, la palabra es poder, la filosofía es libertad.