La purga burocrática al estilo Trump ha recibido luz verde desde el estrado más alto del poder judicial en Estados Unidos. El presidente republicano ahora tiene vía libre para reanudar sus despidos masivos en el gobierno federal, una medida que no solo pone en jaque a cientos de miles de empleos públicos, sino que revive el debate sobre los límites del poder ejecutivo en la reorganización del aparato estatal.
El 9 de julio, la Suprema Corte de EEUU revocó la orden de la jueza de distrito Susan Illston, de San Francisco, que había bloqueado desde mayo las llamadas reducciones de personal (RIF, por sus siglas en inglés), un término técnico que esconde el recorte potencial de miles de plazas en múltiples agencias federales. Illston había argumentado que Trump se extralimitó en sus facultades al ordenar dichas reducciones sin la autorización del Congreso, alineándose con los sindicatos, ONGs y gobiernos locales que interpusieron la demanda.
El nuevo fallo del Tribunal Supremo —aún sin firma definitiva— no entra a valorar la legalidad de los despidos en sí ni de los planes de reorganización, sino que se limita a validar, en esta etapa procesal, la aplicación de la orden ejecutiva firmada por Trump en febrero, que anunciaba una “transformación crítica de la burocracia federal”. Esta distinción técnica no es menor: el Tribunal deja abierta la posibilidad de futuras impugnaciones contra planes específicos de cada agencia.
Los recortes afectan al menos a los departamentos de Agricultura, Comercio, Salud, Estado, Tesoro y Asuntos de Veteranos, entre otros. La reorganización responde no solo a un interés presupuestal sino también a una promesa de campaña: depurar el gobierno de lo que Trump considera “gasto superfluo” y “burocracia ineficiente”.
En el centro operativo de esta cruzada estuvo, hasta mayo, el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), dirigido por Elon Musk. El magnate, más conocido por sus excentricidades tecnológicas que por su capacidad administrativa, fue una pieza clave en la implementación de los recortes antes de abandonar formalmente su cargo y protagonizar un distanciamiento con Trump. El DOGE ha sido el músculo detrás de la estrategia para achicar el Estado, eliminando programas y oficinas enteras bajo la bandera de la eficiencia.
El fallo ha desatado críticas incluso dentro del propio tribunal. La jueza Ketanji Brown Jackson, única disidente en la votación, advirtió que la Corte estaba “soltando la bola de demolición del presidente al comienzo de este litigio” y recordó que la Constitución otorga al Congreso la facultad de crear y organizar agencias federales. Jackson apuntó que, si bien los presidentes pueden tener cierta discreción en ajustes laborales, no pueden restructurar agencias por sí solos sin el aval legislativo.
La situación sienta un precedente inquietante. En lugar de cerrar el capítulo legal, lo reabre en un escenario donde Trump tiene el respaldo formal pero no absoluto. Aunque hoy tiene permiso para continuar con su plan, cada recorte futuro será probablemente objeto de batallas legales específicas. Esta estrategia, más que un decreto, parece una serie por entregas judiciales.
En resumen, el presidente ha conseguido el permiso judicial que necesitaba para avanzar con una de sus apuestas más ideológicas: reducir el Estado desde dentro. Pero el verdadero costo político —y social— de esta operación todavía está por verse. Porque más allá de los titulares sobre eficiencia, lo que está en juego es el tamaño, propósito y legitimidad del gobierno federal estadounidense. Y eso, en plena campaña electoral, es una jugada que podría redefinir el tablero.